Reseña

El triunfo de la ternura

Hay periodos en los que me cuesta escribir.

No me refiero a un bloqueo creativo o la acumulación de responsabilidades laborales que tornan que el escribir, una de mis actividades favoritas, se vuelva inaccesible por complicaciones horarias y logísticas. Hablo de los tiempos en los que la sola idea de estar sentada frente a la computadora es tortuosa. Días en los que el sol sale y se pone y un hubo intervalo alguno sin  sentir dolor por un segundo. Un dolor que no mengua ni cuando desayuno o almuerzo. Cuando la tarea es lograr hacer lo mínimo posible, sin aullar ni preocupar a otros, escribir se vuelve un lujo. Un lujo necesario, no obstante.


Cada vez sucede con menor frecuencia, lo cual permite que se cuele el agradecimiento. Leer, al ser un hábito más consolidado, es la actividad que me acompaña y permanece. Los libros se suceden y generan, de vez en cuando, un destello interior. El nacimiento de una idea trae un fuego que cobija la suficiente como para que me envuelva en ella y retorne al teclado. El dolor no cede, pero logro reducirlo a un murmullo, lo cual permite que vuelva a oír las palabras en mi cabeza.


La palabra que dio origen a este artículo comenzó siendo  “gracias”, pero luego mutó a un nombre del cual nació un rostro sonriente.  Si Leer un libro es oír de lejos a una persona, cruzando las barreras del espacio tiempo y, también es pensar en otras.  Poco control tengo sobre las asociaciones libres que realiza mi cerebro: se encuentran muy dentro, en la bruma de mi inconsciente. Este libro, sin embargo, me condujo a un nombre y un rostro dibujados, de manera que cuando lo acabé, lo cerré pensando: “Esto fue tan maravilloso, necesito que lo lea mi mejor amiga”


Así que a ella va dirigida esta reseña. Ella, que me salva constantemente y cuya imagen permite que el dolor sea apenas un murmullo si se trata de transmitirle algunas cosas que este libro me dio. También va para cada persona que la pueda leer, por supuesto. Es manía mía, quizás más por mi educación arraigada en el buen decoro, agradecer cada lectura. Incluso las que ignoro pues el tiempo es de lo más valioso que uno puede dar. Sin embargo, de forma particular, necesité –desde el primer ensayo– que ella sepa de la existencia de este libro. Y por alguna extraña razón, no bastó con tomarle fotos a las páginas y mandárselas por Whatsapp (aunque admito que no me pude contener y lo hice, aumentando su expectativa e indignación “–Dime el título, ¡ya!”– respondió)


El libro del cual hablo es Un lugar seguro de la escritora mexicana Olivia Teroba. Escrito con belleza sencilla y prolija, Teroba logra conmover e iluminar en los once textos que conforman el libro. Conmueven sus confidencias, los ensayos que remiten a su infancia, a la familia fragmentada, similar a una casa a medio construir. Conmueve la forma en la que nombra a las violencias subyacentes. Conmueven sus deseos –con respecto a su abuela a sus tías, a su madre, a sus amigas– y la duda sobre cómo convencerlas a quererse, “…inventar un conjuro, una serie de palabras que funcionen como un amuleto” (p.39) Y es que este libro, en cierta manera, es ese amuleto. ¿Contra qué? Contra la ominosa soledad. Contra el sentir que nuestro sufrimiento es individual. Para F. Scott Fitzgerald, parte de la belleza de la literatura era el descubrir la forma universal de los anhelos humanos sino “…descubrir que uno no se encuentra aislado ni solo. De pronto, uno pertenece.”1 Teroba se enuncia desde esa universalidad negada a mujeres que sufren un tipo particular de violencia, una que obliga a habitar el miedo, por ejemplo, de salir a la calle de noche, violencias que “al no poder nombrarlas, tampoco podemos imaginar cómo terminar con ellas, cómo sanar los vínculos sociales maltrechos, cómo acompañarnos entre tanta incertidumbre” (p.95) También habla como la chica que fue, una aspirante a escritora nacida en una ciudad pequeña, con un medio literario que se debatía entre la improvisación y la precariedad, donde “quien empieza a escribir, se encuentra con un medio literario agotado por el desencanto y el recelo” (p.51) Un desencanto que viene también de habitar entre la violencia latente, como cosa del día a día. En donde sus habitantes, resignados por el crimen, oyen las noticias como ruido blanco. Describe: “estas noticias se pasan por alto, ocurren como telón de fondo, y eso mismo les brinda un aire de lejanía, como si, a pesar de ocurrir a dos cuadras, pasaran en otra parte.” (p.93) Reconozco el lugar, pese a ser de otro sitio, reconozco quiénes pueden sentir algo similar. Sé que, probablemente, al venir del mismo lugar, mi mejor amiga también lo reconoce, pues crecimos en medio de ella, escuchando sobre asesinatos a manos de bandas de delincuentes mientras acabábamos el bowl de cereal, poco antes de lavarnos los dientes e ir al colegio.


Pero estas descripciones están escritas de manera que, antes de que una pueda caer en el abismo y la desesperanza, una mano cálida rescata a su lectora una y otra vez. La mantiene a salvo.  La prosa de Teroba se convierte en ese lugar seguro del cual escribe. Confía en sus lectoras, por ejemplo, en textos como “Medir la tristeza” donde confiesa, de forma llana: “Lloro demasiado: con las películas tristes, cuando leo algo que me conmueve, cuando estoy estresada…” (p.61) para hablar de su experiencia con la tristeza y la voluntad de escribir desde el dolor, tanto emocional como físico. En ningún momento se percibe un festejo de la pérdida del pudor, si no, como lectora, ocurre todo lo contrario: se agradece la sinceridad. Se agradece la valentía para alejarse del tabú y escribir aquello que a una le hubiese gustado leer, mucho antes, quizás. O como en “Obra negra”, cuando ve convertida su propia casa en una pesadilla tras una ruptura amorosa.  Teroba confirma: No basta con “la habitación propia” de la que nos hablaba Virginia Woolf, pues hasta los cuartos con la más bella decoración pueden ser transformadas en la prisión dorada de una misma.

 

El lugar seguro es “…la narración personal, la historia que nos contamos a nosotros mismos, la que le da un frágil sentido a todo.” (p.26) pero también es el conjunto de personas que habitan nuestra historia, los momentos que le dan color al lienzo de la experiencia. Los rituales, aquellos momentos de suspensión del tiempo, que logramos incorporar a lo largo del día, los árboles, “la síntesis de todos los elementos” (p.26) Y también el lugar de origen, mirado desde cierta distancia pues en su historia alambicada también se encuentra la nuestra, entretejida. Teroba hace ejercicio de esto en Hometown y La culpa, dos ensayos que hablan de su natal Tlaxcala.

 

En suma, El lugar seguro es un libro en donde, por encima de todo, “prevalece la ternura” –para usar las palabras de la autora–, y es que, ¿Qué somos sin ella? Numerosos ejemplos hay, en las páginas de la historia, sobre el destino de la humanidad cuando esta se ha desvanecido. Es por ello que regocija un libro que se enuncie desde y para ella. Es por ello que insisto en recomendárselo a Carla, mi mejor amiga. Que la ternura nuestra prevalezca entre las dos, como lo ha sido durante estos años, de forma inagotable, incluso durante los tiempos del confinamiento. Después de todo, como escribe Adrienne Rich en un poema, “sin ternura, estaríamos en el infierno”.



©Eliana Del Campo, 2023




Referencias:

1 Fitzgerald, F. Sobre la escritura. (2014, p. 22) Phillips, Larry (ed.) Alba.


Un lugar seguro (2021)

Olivia Teroba


Editorial Las afueras

123 pp