Notas para una teoría emocional de la fan.
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Dice Mariana Enríquez en Porque demasiado es suficiente: Mi historia de amor con Suede (Montacerdos, 2023) que la memoria es la menos confiable de las capacidades cognitivas, un motivo para dudar de toda autobiografía, autoficción y derivados. Una razón para instarnos a nosotros, sus lectores, a “dudar de este texto, también, al menos cuando yo, narradora y fan, soy la protagonista”. (p.52) Esta subjetividad a la que apela el libro es la razón por la cual de desistí de realizarle una reseña, en el sentido clásico, para recomendar su lectura. Tras esa liberación, surgió este texto fragmentado y autobiográfico en el que intento responder: ¿Qué es lo que quiero decir sobre este libro?
¿Qué es lo que realmente quiero decir sobre este libro?
Durante la escritura me di cuenta que necesitaba hablar del amor que es capaz de generar una banda, un sentimiento que, gracias al libro de Mariana, pude recordar lo que una banda generó en mí. El sentimiento inevitable, universal, reconocible de haber sido elegida por la música como solo la verdadera música puede hacerlo. Sobre cómo solo un concierto de dos horas y media basta para decidir amar a alguien toda una vida y cómo uno puede pasarse el resto de años esperando sentirse así de nuevo.
Y aunque uno puede pensar que el libro se centra en el fanatismo como fenómeno, o la música, los reflectores más que apuntar a Suede, iluminan a Mariana, una rockstar en sí misma. Porque aunque Mariana Enriquez es ampliamente reconocida por renovar el cuento gótico en nuestra lengua (y con justicia: nadie como ella para capturar el terror que deja la violencia o el deseo), este libro es, sin duda, mi favorito suyo. No por ir en contra de sus obras más celebradas, sino porque aquí, al hablar de Suede, se revela en su faceta más íntima: la de la fan. La adolescente hechizada que espera a su banda en la puerta del hotel, la mujer que escucha una canción y vuelve a tener diecisiete. Esa que también aparece —aunque disfrazada de mitología y rock estelar— en su novela Esto es el mar.
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“No creo que cualquiera tenga la predisposición para ser fan. Sí admirador, incluso coleccionista. Pero el fan tiene algo roto y melancólico, es alguien en busca de la trascendencia o eternidad o esa otra vida que debería estar en esta, esa otra vida que tiene más colores, que se parece más a lo soñado”. (p. 179)
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–“¿Un minuto entero de felicidad! ¿Acaso es poco para una vida humana?”– piensa el protagonista de Noches Blancas1, tras cuatro noches de febril infatuación por una joven que termina dejándolo para volver con su ex pareja. Sesenta segundos. ¿Y si fuera la mitad? No sé si Dostoievski experimentó alguna vez la emoción de un recital en vivo. Apuesto a que no. Quién sabe. Lo que sí puedo asegurar es que jamás vio uno retrasmitido por televisión por cable, que fue lo que me sucedió. No fueron cuatro noches, sino apenas treinta segundos de una grabación de video un recital masivo –mostrados como clips de archivo dentro de un documental sobre la historia del rock británico– los que me bastaron para jurarle lealtad y amor eterno a una banda. Recuerdo el momento exacto: fue durante la víspera de una celebración de año nuevo en la que, para evitar los ruidos molestos de los fuegos artificiales, le subí tanto el volumen al televisor que no escuchaba más que unas guitarras con distorsión y un coro lleno de efectos acuáticos que se desvanecía entre tambores distantes.
Todos los adolescentes son algo rusos en la medida que son románticos, desbordados por sus emociones. De todas las promesas de amor y parasiempres que pronuncié a esa edad, la única que quedó sin romper fue esa. El juramento a los chicos del televisor. Ni toda la catequesis que recibía en el colegio hubiera evitado que, si ellos me lo pidieran, les venda mi alma. Y, como toda obsesión adolescente, esta escaló de forma exponencial. Al mes sabía los nombres completos de todos los miembros, junto a los signos zodiacales y el número de hijos con sus respectivos nombres y fechas de cumpleaños. Pocas semanas después ya tenía memorizadas las letras de todas sus canciones, incluyendo lados B, demos y versiones en vivo de los conciertos. Todo esto entraba en una categoría de saber voraz que satisfacía solamente con rigor archivístico y, por supuesto, un nivel elocuente de delirio. Al poco tiempo de esta conversión, presencié el lanzamiento de su nuevo disco. Viví, por primera vez, la emoción de escuchar temas nuevos al mismo tiempo que todo el mundo. Al finalizar el año, anunciaban gira mundial. Una que incluiría, por primera vez en su historia, una fecha en mi país. Viví esos días como el equivalente tropical de las noches blancas: mañanas amables de sol eterno en el que hasta el día más triste se componía solo con el acto de sacar mi reproductor mp3 del bolsillo cuando caminaba hacia el colegio.
4
Con quince años y una urgencia que entonces confundía con valentía, decidí convertirme brevemente en delincuente escolar: vandalizaría la puerta del baño de chicas escribiendo el nombre de mi banda favorita. Me parecía un acto necesario y heroico, aunque estaba consciente de que solo yo lo percibía así. Durante todo el recreo rondé nerviosa cerca del baño, incapaz de atreverme, convencida de que cualquiera descubriría enseguida mis intenciones. Finalmente, pedí permiso en horas de clase, entré al baño y, con el pulso acelerado por el miedo, escribí la palabra.
Al día siguiente, una compañera se me acercó con mirada acusadora:
—¿Por qué escribiste «Oasis» en la puerta del baño?
Intenté negarlo a pesar de saberme atrapada.
—¿Cómo sabes que fui yo?
—Porque eres la única en todo el colegio que escucha esa banda —me dijo con calma, y luego, con una sonrisa apenas burlona, añadió—: Además, nadie más que tú sería tan miedosa como para escribirlo en lápiz.
Aquella puerta del baño seguramente fue repintada, borrando así mi pequeña declaración de amor. Pero a mí me quedó la sensación de que la fragilidad de mi transgresión era exactamente lo que la hacía tan verdadera.
5
Muchas personas que presencian momentos de extrema felicidad sufren estragos al intentar evocarlos de forma directa, por lo cual se valen de símbolos y otros sentidos para aproximárseles. No puedo decir que recuerdo mucho del momento en el que los vi en vivo por primera vez a mis quince años, tras viajar de Trujillo a Lima. Del momento en sí, recuerdo estar en la zona de campo, elevada en hombros por uno de mis hermanastros, a quienes mandaron como chaperones a cuidarme pues aún estaba chica para ir sola a un estadio. Tengo imágenes de un escenario grandioso (el más grande que había visto a la fecha) y cuatro pantallas que se elevaban mostrando los rostros de mis ídolos. Ellos en directo, frente a mí, a unos cincuenta metros de distancia. No puedo agregar más nitidez a los detalles porque mi visión se vio entumecida por un llanto incontenible que duró tanto como el concierto . Hacia el final, el escenario era una mancha luminosa con el sonido de la misma canción que me había convertido a su fe. Fui consciente de que acababa de presenciar uno de los momentos más felices y emocionantes de mi vida, lo que a su vez produjo la leve sospecha de que el futuro apenas guardaba un puñado más de aquellos instantes para mí, y me invadió una suerte de melancolía. No sé si es algo lastimero o un pensamiento alegre. Solo sé que no me equivoqué al pensar así. Dice Mariana sobre la resaca post-show: “A esta edad, se pasa en unas cuarenta y ocho horas. Pero hay que dejarlas ocurrir porque el sentimiento es poderoso, verdadero y excluyente de cualquier otro. Y se llora mucho” (p. 105)
Se lloró mucho, pero nada en comparación con lo que vendría durante los próximos meses.
6
Hay una película protagonizada por Lindsay Lohan en la que esta interpreta a una adolescente que sueña con ser actriz, por lo que se muda de Nueva York a Nueva Jersey y se ve obligada a iniciar de cero su nueva vida en los suburbios. En medio de los cambios, se entera por la radio que su banda de rock favorita se ha separado. La escena captura muy bien lo que es el fanatismo musical en la adolescencia. La protagonista se quiebra y, al sentir que es el fin del mundo, grita y asusta a su confundida madre. Al día siguiente, en la escuela, celebra un funeral simbólico para la banda. Vestida toda de negro, enciende velas acompañada por los nuevos amigos que hizo, que empatizan con su dolor. Es necesario representar las despedidas.
No recuerdo precisamente qué hacía cuando me enteré que Oasis se separaba. Es probable que, al igual que el personaje de Lindsay Lohan, haya estado escuchando en línea la radio NME mientras hacía las tareas del colegio. De pronto, sobrevino la sensación de haber sido pegada muy fuerte en la cabeza con un objeto contundente, el escalofrío y el ruido de un grito lastimero, muy ajeno. ¿Cómo enfrentar la impotencia que genera una situación así? Sentir que algo tan personal de pronto se viene abajo sin poder hacer nada al respecto. Recuerdo haber revisado mis alternativas con delirio e inocencia. De alguna forma, tenía la cándida certeza de que si tan solo pudieran escucharme, oír cómo habían impactado en mi vida, saber las formas en la que su música había encontrado su camino hacia las profundidades de mi alma, se darían cuenta del error que estaban cometiendo, reconsiderarían el enojo que sentían por el otro y lo pensarían. “Nos odiamos, pero juntos hemos hecho música que ha calado en el alma de una adolescente peruana, así que podemos resolver nuestras diferencias”– pensarían los Gallagher. Años después, me lo agradecerían en una canción, posiblemente una balada lenta con guitarra acústica. Pero mi alcance era limitado: un avión a Londres no está al alcance de una escolar. Podría haberles escrito, pero no conocía su dirección postal. Así que seguí la opción más accesible: me creé una cuenta en twitter y me dediqué día y noche a escribir cosas a la cuenta de ambos hermanos y a su cuenta oficial. Pasé por todas las etapas y sin embargo, semanas después, su ruptura, oficial e inamovible, seguía en pie. Con el tiempo llegué a aceptarlo a medias. Cada vez que lo recordaba me ponía a llorar. Las mujeres de mi familia me recordaban que así se llora por las personas que nos dejan, no por una banda que no sabe ni nuestro nombre, así que comencé a llorar solo por las noches.
Acabé el colegio y crecí. Al menos una parte de mí lo hizo. Cuando hablaba con fans mayores me decían que los hermanos todo el tiempo peleaban así, que en un par de años anunciarían una nueva gira. Transcurrieron dieciseis años. Con el tiempo, me quedó la sensación de que una versión de la chica que fui se quedó congelada en esa tarde de agosto, con la noticia aún retumbando sobre ella. “Un mes después, Neil anunciaba que dejaba Suede. Yo lloré mucho a pesar de que ya era grande”. (p. 130) relata Mariana. Hay un anacronismo que generan ese tipo de tristezas, una sensación de abandono que quizás remiten a la etapa de ansiedad de separación en la primera infancia. De pronto la banda cuya música te cobija se disuelve. ¿Qué hace una con eso?
7
Con poco más de treinta años puedo afirmar, sin duda alguna, que uno nunca es más fan de algo que a los quince. Es la edad en la que la norma social aún es un estándar lejano, por lo que una no repara en su comportamiento. No le pone límite a sus pasiones ni le avergüenza jugarse el corazón entero en una obsesión por una banda o cantante. Así han sido las adolescentes, las mujeres. Mariana suscribe: “Daba igual que fuesen los Backstreet Boys, eso era apenas un tropezón de época. Alguna vez fue Elvis. O Liszt. O Lord Byron. O Los Beatles (…) Entendí que las chicas necesitaban esa marea y que venían haciéndolo desde que juntas seguían por las colinas a Dionisio” (p.21) Es algo antropológico, quizás genético. Algo que se lleva en las entrañas y de pronto nace. Más que un instinto: un trastorno. La humanidad trastocada por los estragos del arte y su impacto en el alma. No es leve, no es bello: es feroz e irreversible.
8
Escribo esto y noto rubor en mis mejillas. Da pudor mostrarse así. No es tarea fácil escribir a corazón abierto sobre un apasionamiento. Annie Ernaux hace lo propio cuando narra su historia de amor con un amante. En “Pura pasión” la autora francesa menciona que la escritura establece la distancia entre lo amado y el secreto. Plasmarlo en palabras domestica el enjambre de sentimientos que una puede sentir en la privacidad de su fuero interno, ocultando el decoro a la vista del público. Escribir sobre cualquier pasión implica asomarse a la tentación del abismo. Vivirla y salir indemne es, por tanto, un lujo. ¿Qué hay de una pasión por una banda? El subtítulo es explícito: “Mi historia de amor”. Mariana rompe este tabú y al hablar de su experiencia como fan de Suede, habla, inevitablemente, del amor. Y cuando uno habla de amor, apenas está hablando del objeto amado o de uno mismo, sino de las fibrillas de una pasión inherente a la condición humana. De ese amor platónico que le ha dado fuego y sentido a la humanidad. De la devoción que supone dar un amor incondicional a personas de quienes no esperas prácticamente nada, salvo un saludo, un autógrafo apurado, un puñado de canciones. Recibir –en apariencia– migajas y, a cambio, otorgar el alma, una vida de servicio. Convertirse en el soldado más leal. Ernaux, en su historia, cobra protagonismo y le otorga el anonimato a su ser amado mencionándolo simplemente como “A”. El anonimato del fan es saberse uno más del montón, un rostro en la multitud del campo de un estadio. “…la masividad significa la invisibilidad de la fan” (p.50) sentencia Mariana. Aunque, con un poco de suerte y esfuerzo, la capa de anonimato se puede transparentar, al menos un poco. Nadie puede negar que, con este libro, Enríquez se ha colocado en una categoría “superior” de fan. Después de todo, Suede puede tener miles de fanáticos alrededor del mundo, pero, ¿cuántos de ellos le han escrito un libro? El número se reduce a menos de una decena. Mariana habita ese meritorio 1%.
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Un escritor chileno le confió a un amigo en común que le había gustado mucho el libro de Enríquez. Sugirió, medio en broma, que se podría leer como un libro interactivo, de esos que le puedes poner tu nombre al personaje. En este caso, cambiar el nombre de la banda por otra, o dejar un espacio en blanco a llenar por el lector. Choose your own adventure. Me parece tan innecesario como cambiarle el apellido a Mr. Darcy por Sr. Díaz. El amor por una banda es amor a secas. El libro funciona porque su tono nace de una emoción real, y los humanos respondemos a lo auténtico. Es Suede como podría ser Oasis como podría ser cualquier otra banda o cantante que haya despertado un sentimiento en alguien. Creo que cada uno de nosotros viene con un filtro humano que reconoce la autenticidad. Algunos le llaman intuición y ocurre con la música, con aquello que nos revela que, pese a nuestros mejores intentos, hay algo dentro de nosotros que está más allá del alcance de las palabras. Y está bien. Está muy bien.
10
La banda favorita de mi mejor amiga es un grupo de rock uruguayo con cierto reconocimiento internacional que vino a tocar a Perú hace un par de años. La noticia la llenó de alegría y fue a Lima a verlos. Por 250 soles (70 dólares aproximadamente) pudo verlos en primera fila en una tocada íntima en un bar de Barranco con un pequeño escenario. Además, la entrada vino con un póster autografiado y el acceso a un meet & greet donde pudo saludar a cada miembro y regalarle al vocalista un libro de poesía de Blanca Varela. Me contó su experiencia en el concierto con una emoción que me supo familiar. Ese momento había sido un punto álgido de su año, una experiencia surreal. Pese al cariño y la alegría compartida, de pronto me vino el sentimiento de alguien que revive un duelo de forma inesperada, la quemazón de una herida que en teoría ya había cerrado. “Por qué no pude ser fan de una banda así” – me lamentaba. Una agrupación local, regional, cercana; una que siga unida, para variar, maldición. La revelación fue inmediata: la voluntad tiene poco que ver en ello. Tenemos tan poco poder de determinación sobre la música que elegimos amar como de quién nos enamoramos. Es más, me atrevería a decir que sobre esto último incluso tenemos un poco más de control.
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Escribo esto en los últimos días de julio del 2025. Han pasado dieciséis años desde ese 30 de abril en el que vi a mi banda favorita en vivo por primera vez, dieciséis años desde que experimentaba el duelo al escuchar de su separación. Dos años desde la primera vez que leí el libro de Mariana (lo he releído un par de veces desde entonces, es un libro que, en su locura, es buena compañía). También, han pasado once meses desde que Oasis anunció su reunión y diecinueve días desde que dieron su primer concierto en vivo y estuvieron reunidos sobre un escenario tras dieciséis años. Son muchas fechas. Quiero pensar que no soy la misma, pero no puedo evitar notar que hay algo de mí que quedó en un momento, cristalizado en el tiempo, que ha despertado desde lo que se siente como una glaciación. El mundo como tal, sigue siendo un lugar cruel con su cuota de horrores, quizás es un lugar peor de lo que era en el 2009. Quiero pensar que soy más consciente de esto de lo que lo era a los quince años. Sin embargo, hay algo diferente en vivir con el conocimiento que mi banda favorita está reunida y de gira. En que quizás, si todo va bien, los pueda ver nuevamente. Es la sensación de despertar todos los días con una dicha indecible, con una sonrisa en el interior. Ser fan también es esto: tener algo que no te pueden arrebatar con facilidad.
Referencias:
1 Dostoievski, F. (2015). Cuentos (B. Martinova, Ed. y Trad.). Penguin Clásicos.
Porque demasiado no es suficiente (2023)
Mariana Enríquez
Editorial Montacerdos
212 pp