“¿Cómo se prepara uno para morir después de treinta y cinco años de haber dejado el útero? Adormeciéndose. Hay muchas formas de adormecerse, pero la más fácil es la química. Envolverse en mantas y ahogar los ruidos hasta desconocerlos. Añorar la quietud y el descanso” (p. 41). Reflexiona en cierto momento la protagonista de Yo maté un perro en Rumanía (Almadía, 2022; Random House, 2023) de la escritora peruana Claudia Ulloa Donoso (Lima, 1979) Una novela que explora las formas como los seres humanos lidian con una sociedad que los sentencia a la soledad.
En el libro se narra la historia de una profesora latinoamericana que trabaja enseñando el idioma local a extranjeros en Noruega, donde reside, a la vez que se encuentra sumida en la depresión. Al inicio de la narración, uno de sus exalumnos, un migrante que trabaja como conductor de bus, interrumpe su hibernación con una curiosa invitación. Este le propone que le acompañe a Rumanía, su país de origen, a donde tiene que retornar por motivos familiares. La protagonista acepta –tanto por la insistencia de su ex-alumno como por inercia– y ambos se embarcan en un viaje en carretera a lo largo del país europeo en donde las circunstancias los llevarán, de forma inevitable, a conocerse mejor y confrontar sus diferencias.
Como se mencionó anteriormente, la novela nos presenta a dos personajes principales. Por un lado, tenemos a la protagonista. Una migrante latinoamericana de 35 años que vive en un país nórdico y ha pasado una temporada sumida en el letargo causado por somníferos que ingiere indiscriminadamente. Su introducción como personaje es acompañada por reflexiones en torno a la muerte, relatadas con un lenguaje afectado, de tono sórdido. Conforme avanza la historia, lo que vamos conociendo de ella tampoco permite comprender del todo los eventos que la llevaron a ese estado. La narración del viaje en carretera se ve interrumpido apenas por un par de anécdotas de infancia, de fuerte carga emocional, que sin embargo no terminan de descifrar su sentir. Este es quizás uno de los mayores aciertos de Ulloa: no ceder ante la amenaza de la literalidad ni la ansiedad explicativa y permitir que los lectores interpreten estas vivencias como destellos de luz sobre la sombra que la protagonista extiende. Su perspectiva es la que nos acompaña, como monólogo interior, durante la segunda parte del libro (vale mencionar, la más extensa) y el vocabulario utilizado es uno que expresa desapego y una desconexión melancólica.
Esta profunda afectación hace que el lector se adentre de forma privilegiada en la subjetividad de la protagonista. El lenguaje, por ratos ensimismado y por otros, profundamente sensorial, actúa como una inscripción que indica: aquí yace una mujer sola. Aquí se encuentra una mujer tan cercada por sí misma que tiene como medida del mundo sus propios sentidos. En un momento dice: “El aroma artificial que salía de nuestras bocas se unía a los olores que emanaban nuestras glándulas, al vaho de gasolina y asfalto húmedo que exhalaba Bucarest” (p. 122)como si hiciera un esfuerzo por recordar cómo se perciben las cosas, incapacitada de hacerlo por el estado embotado que las pastillas le provocan. Determinada a no olvidar sus impresiones entre los ratos de lucidez y el ensueño. Para justificar su silencio, en otro momento dice: “Quizás la mudez era una necesidad orgánica, el cuerpo pidiéndome silencio. Perder el discurso era una manera de regular mi organismo, una cura de silencio, por qué no. Si hay curas de sueño, por qué no de silencio, me dije sin decir palabra” (p. 221). Una desesperación silenciosa que por momentos nos recuerda a Esther Greenwood, la trágica heroína del clásico de Sylvia Plath, una mujer cuya depresión le hace sentir en una campana de cristal, “agitándose en su propio aire viciado”.
En paralelo, tenemos a Mihai/Ovidiu, un hombre rumano de 30 años que retorna a Rumanía para encargarse del praznic (misa de aniversario de fallecimiento) a su padre, tras siete años de su muerte. El regreso lo confronta con su pasado, pero también con las expectativas de los diferentes miembros de su familia. Sumado a ello, el haber traído consigo a su enferma y frágil maestra, no solo provoca la mirada curiosa de las personas con las que se encuentra durante el trayecto, sino también discusiones entre ambos a causa de sus diferencias. Mientras la protagonista se sumerge dentro de sí misma e insiste en comportamientos autodestructivos, Ovidiu irrumpe en la historia con un lenguaje ansioso, de fluidez ininterrumpida y por ratos, atropellada (en capítulos enteros en primera persona a partir de la tercera parte) para encarnar el desconcierto ante la actitud de su amiga, actitud frente a la cual siempre busca establecer una firme distancia. Tras el recuerdo de una vida llena de limitaciones en Rumanía y su esfuerzo por migrar a Noruega en búsqueda de un futuro distinto, Ovidiu es sacado de quicio por el egoísmo que atisba en la protagonista. En un momento, le espeta: “Nosotros los rumanos tenemos menos, somos pobres, pero estamos agradecidos con la vida, lo único que buscamos es salir adelante, estar sanos, disfrutar de las cosas, y si un rumano se matara no lo haría en un hotel de lujo porque es una gilipollez; vamos, un desperdicio” (p.135) y algunas páginas después: “Estás en tu mundo y nada más cuenta, tú y tus rollos que en realidad yo no los entiendo nada porque tienes todo para ser feliz” (p. 172).
El contraste entre los discursos de los dos personajes es el elemento principal que emplea Ulloa para construir esta novela. La dinámica que surge entre ambos es la que encarna el mayor conflicto que se plantea: ¿Qué es la soledad? ¿Quién tiene permitido sentirla? ¿Cómo evitarla, y, hoy en día, ¿se puede del todo? Y es que los dos personajes, a medida que transcurre el libro, están, de diferentes maneras, profundamente solos. Yo maté un perro en Rumanía es una novela épica en el sentido clásico, pues calza en la categoría de novela de viaje de carretera; pero también por el heroísmo que se manifiesta como una metáfora de lo que las personas van cargando por dentro –sus fantasmas, sus heridas, sus delirios– en una sociedad que ha trastocado el sentido de humanidad por completo hasta reducirlo a una mera función económica. La escritura de Ulloa se mueve justo ahí, entre la esperanza y el desencanto que permea en la condición extranjera que en su obra parecen simbolizar el exilio y la alienación, no sólo de la tierra natal sino de la humanidad misma.
En este sentido, el libro nos presenta a una protagonista cuyo arquetipo podemos identificar en otras ficciones contemporáneas como en La encomienda de Margarita García-Robayo (Anagrama, 2022) o en la aclamada Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh (Alfaguara, 2019) Estas obras mencionadas son historias que profundizan en la soledad femenina. Allí donde la publicidad y ciertas vertientes ideológicas como el denominado feminismo blanco intentan vender la soledad a manera de empoderamiento (el “triunfo” de la autosuficiencia) escritoras como las mencionadas responden con ficciones que reflejan el verdadero costo de un sistema económico que depreda las relaciones humanas, exalta el individualismo y se ensaña con las mujeres que no cumplen con su rol en la reproducción de la mano de obra. Estas obras hablan de la pérdida de los vínculos afectivos, el ostracismo y la alienación. Si la narrativa anterior al siglo XXI acabó con la entelequia de la familia como lugar seguro, este tipo de novelas contemporáneas profundizan en las consecuencias de ello. Y, en el caso particular de la novela de Ulloa, es narrada no desde la nostalgia del ideal perdido sino con espíritu de denuncia, con hartazgo, pero también, con esperanza.
La esperanza surge en la novela en forma de un elemento inusual: un perro. Este animal se introduce en la prehistoria de la narración de forma premonitoria: anunciando, por anticipado, su muerte. Esta irrupción meta-narrativa dota a la historia de un carácter fantasioso, reminiscente de las fábulas que escuchábamos de niños. De pronto, un perro anuncia no solo que es este quien escribe, sino que el relato le pertenece. Señala: “solo hacía falta que alguien pensara en un perro muerto y que escribiera” (p. 18). Si bien en el transcurso de las páginas olvidamos esta profecía, cuando llega el final entendemos la simbología reivindicativa del perro. El cachorro se convierte en un nexo entre la protagonista y los sentimientos que ha olvidado en ella misma: la capacidad de conmoverse, el cuidado y la compasión. También genera un cambio en Ovidiu: le da el permiso para mostrarse vulnerable, aceptar su condición de abandono y el dolor que esto le genera. La novela ofrece un final algo predecible en cuestión de hechos, pero construido de manera que expone un cambio en ambos personajes y su posibilidad de reunión. Posee un final con guiños lispectorianos, similar al de Aprendizaje o libro de los placeres en donde la superación del lenguaje es conseguida a través de aquel elemento que la sociedad se esmera en disciplinar: el cuerpo. El cuerpo que no se doblega ante el poder, sino que crea un idioma nuevo al permitirse sentir junto a otro.
En suma, la novela Yo maté un perro en Rumanía de Claudia Ulloa Donoso ofrece una crítica del pragmatismo extremo del Norte global y su impacto en el bienestar individual. El libro puede leerse como un reflejo de la alienación y desconexión que experimentan los individuos dentro de una sociedad cuyo interés primario es el consumo. El intento desesperado de la protagonista por adormecerse a sí misma frente a las presiones y expectativas de un mundo materialista sirve como metáfora del malestar que acecha a la sociedad y obliga a sus miembros a replegarse dentro de sí mismos si fallan en encontrar relaciones que anestesien la sensación de soledad. Pero también, esta novela puede leerse como un rechazo a la distopía y al pesimismo. Frente al entumecimiento de los lazos sociales, frente al escapismo y la nostalgia, Ulloa se encarga de imaginar posibilidades. No solo para salvar a sus personajes sino también a sus lectores. El resultado es una novela épica, en el sentido más amplio de la palabra. Una donde se muestran luchas interiores – contra uno mismo, contra la soledad– pero también la valentía que existe en la voluntad de vivir, en la posibilidad de imaginar nuevas formas de vida y nuevos futuros posibles.